“La memoria es un río habitado por peces esquivos. Se parece mucho a un cuadro de Paul Klee. A veces, los recuerdos brincan fuera del agua y enseñan su lomo plateado y curvo. Pero en otras ocasiones necesitamos pescarlos. Los objetos son anzuelos para pescar recuerdos. O redes barrederas para lo mismo. Son despertadores de la memoria.” (Mellado, 1999)
El mundo está repleto de espacios urbanos en los que las personas se cruzan, pero no se encuentran. El antropólogo Marc Augé definió como «no lugares» a esos espacios de transitoriedad que no tienen suficiente importancia para considerarse lugares.
Esa noción ha sido manejada por una cantidad notable de teóricos y profesionales de la vida urbana y de las sociedades contemporáneas, en general, para etiquetar algunos de sus escenarios más detestables. Espacios anónimos, fríos, monótonos y con carencia de personalidad y memoria que nos muestran, si los analizamos con detenimiento, el mundo acelerado en el que vivimos.
Cada mañana aparco mi coche para ir al trabajo en uno de esos espacios, un parking público de gravilla y polvo, en el que el tránsito es constante y la gente se cruza, pero no se encuentra. Solo basta ver las marcas en el suelo para entender el movimiento que se sucede cada día en ese lugar sin alma.
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Este trabajo es una radiografía de ese tránsito, de ese anonimato. Mediante la recolección, la observación y la catalogación de objetos, marcas y señales, como si de un arqueólogo me tratara, pretendo rastrearlo e investigarlo con la intención de encontrar indicios que me permitan indagar en su memoria, en su identidad, en las historias que hay detrás de cada persona que lo transita, de cada huella que desaparece.
Descontextualizando esos objetos y señales, extrayéndolos del espacio donde se hallaron por última vez, mi propósito es reconstruir el lugar, dotarlo de personalidad y memoria, a través de la percepción, las propias vivencias e imaginación del espectador que entra en contacto con ellos, creando así una memoria colectiva del espacio que, sin duda, no existiría sin ese ejercicio.
En definitiva, mil setecientos cincuenta y ocho m2, es un juego, de palabras y de imágenes. Una prospección, un estudio sobre el espacio urbano y como lo percibimos. Sobre cómo vivimos y cómo nos relacionamos. Sobre el recuerdo y la memoria.
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